Conflicto árabe-israelí

Ha sido la más reciente, pero me temo que no será la última cruzada que librará el ejército israelí en el futuro.

El pasado 31 de mayo este barco de bandera turca -el Mavi Marmara- (junto a otras cinco embarcaciones) no se imaginaba ni por asomo las consecuencias que iba a acarrear su periplo por aguas internacionales. Su único propósito: llevar ayuda humanitaria a la franja de Gaza. Un estrecho territorio situado al suroeste de Israel y al noreste de la península del Sinaí de Egipto, y que junto con Cisjordania forma los llamados Territorios Palestinos.

Pues bien. A 70 millas (poco mas de 100 kilómetros) de la costa de esta franja, el ejército israelí intercepta al denominado flotilla de la libertad. El pequeño convoy humanitario que pretendía contribuir a aliviar la mísera y desesperada situación de 1.500.000 de palestinos acorralados por Israel en Gaza.

Resultado: 9 muertos turcos -un fotógrafo entre ellos-; 50 heridos; cámaras, objetos personales, y unas 10.000 toneladas en ayuda humanitaria tiradas por la borda; miles de voces acalladas; 800 personas en prisión por 48 horas sin permitírseles tener contacto con el exterior; y, finalmente, deportaciones forzosas de ciudadanos de 40 nacionalidades diferentes a sus países de origen.

Del mismo modo que el general Franco juzgaba por delito de rebelión a los militaes fieles a la República, Israel lleva varios días intentando hacer creer al mundo que los que actuaron en defensa propia fueron los asaltantes de la flotilla que intentaba romper el cerco de Gaza, y no los asaltados.

Israel sigue enarbolando su bandera. Sigue yendo de víctima cuando la realidad es que pocos años después de que el muro de Berlín desapareciese en 1989, el Estado israelí lo ha reemplazado por el aún más deshonroso Muro de Gaza (de cientos de kilometros de extension y 8 metros de alto, con sus puestos de control y ataque militar, sus soldados armados y sus alambrados de púa). En definitiva, un gran campo de concentración de civiles que hoy languidecen sin agua, sin cloacas, sin electricidad, sin trabajo, sin energía eléctrica, sin medicamentos, y a la merced de sus violentos captores sionistas. Se comprueba que la dirigencia israelí ha aprendido mucho de Auschwitz y del ghetto de Varsovia… Las víctimas se han transformado en victimarios.

La regla de oro es la intransigencia.

En su libro «De Beirut a Jerusalén», Thomas Friedman lo explicaba con la fábula del pavo: Un viejo beduino tenía un pavo (creía que su carne le devolvería el vigor sexual) y una noche se lo robaron. El beduino llamó a sus hijos: “Chicos, corremos un peligro terrible, me han robado el pavo”. Los hijos no le dieron importancia al asunto. Semanas después alguien les robó el camello. Los hijos se alarmaron y el padre les dijo: “Olvidaros del camello, encontrad el pavo”. También el caballo fue robado, y lo mismo: “Lo que hay que encontrar es el pavo”. Luego fue violada la hija. El padre explicó: “Todo ha ocurrido a causa del pavo. Cuando vieron que podían robarnos un pavo impunemente, lo perdimos todo”.

Quien manda no puede permitir el más leve desafío a su poder, y debe castigarlo con la máxima rotundidad posible.

Los israelíes, los recién llegados a la región, han construido una narración sobre su propia historia. Durante siglos los judíos fueron perseguidos, marginados, expulsados. Desde finales del siglo XIX fueron víctimas de matanzas que culminaron en la Shoah, el exterminio organizado por los nazis con el beneplácito de una gran parte de la sociedad europea. Según el relato israelí, todo eso ocurrió porque los judíos eran mansos, crédulos y transigentes. La cultura fundacional de Israel se basa en impedir que esos desastres se repitan, lo que impone, entre otras cosas, un cambio profundo en cada judío: debe ser fuerte, intransigente y, si hace falta, más violento que nadie.

Es tarde para jugar a quién fue primero, si el huevo o la gallina.

Hay que volver a lo básico: Israel ocupa una parte sustancial de Palestina más allá de la línea verde, la frontera del armisticio militar con Jordania de 1948, a ambos lados de la cual el Estado sionista se extiende por el 77%-78% del antiguo mandato británico, y los árabes retienen menos del 23%. Todo parte de ahí.

Y, cómo no, la religión ha hecho de este conflicto un modus operandi.

Las diferentes historias contempladas en los libros considerados sagrados, son reivindicadas por varios líderes israelíes que defienden la idea de un territorio “prometido por Dios” para que el pueblo judío pueda establecerse de manera definitiva en lo que después es interpretado como un Estado independiente. Por otra parte, Palestina exige sus derechos a ser considerado un Estado soberano con autodeterminación territorial desde 1967 (cuando el 20 de noviembre de aquel año, las Naciones Unidas establecieron la “partición de Palestina” en dos Estados, uno árabe y otro judío; finalizando así la colonización británica de aquel entonces). Aunque también los palestinos dan explicaciones de carácter histórico que se enmarcan dentro de reivindicaciones religiosas, junto a un destino de fe para identificarse con el mundo árabe-musulmán.

Todo un compendio de intereses de ambos mundos que comparten una sola entelequia: hacerse con el que cada uno entiende como su territorio.

Desgraciadamente, a Palestina no se le ha permitido estructurar un Estado normal, por lo que a su población no le queda otra opción que apoyar una fuerza armada irregular como Hamas para contrarrestar la brutalidad israelí.

Otro tanto ocurre con el Líbano, que no les quedó otra opción de defensa que el apoyo popular a las milicias irregulares de Hezbollah pra hacer frente a la milicia israelí en 2006.

E Israel da lecciones. Estos días hemos aprendido que los ejércitos tienen perfecto derecho de abordar con fuerzas de élite los buques desarmados de otros países, en aguas internacionales, para impedir que lleven ayuda humanitaria a una población sitiada. Además, si los tripulantes y pasajeros se resisten, es irreprochable matar a tiros a un buen número de ellos, herir gravemente a otros tantos y detener violentamente a todos los demás.

También sabemos ahora que es lícito bombardear masivamente ciudades densamente pobladas por civiles –matando a un millar de ellos, incluidos cientos de niños–, siempre que nos consideremos atacados por algún grupo del lugar.

Pero es que, además, hemos descubierto que es democrático aquel país que somete a ocupación militar a todo un pueblo, haciendo caso omiso durante más de 40 años a decenas de resoluciones y condenas de la ONU; que desoye todas las peticiones internacionales de respeto de los derechos humanos; que desprecia todos los informes independientes sobre sus crímenes de guerra, y que impone una colonización implacable en los territorios ocupados

Así que Israel está dando grandes lecciones al resto del mundo. Lo ha dicho el presidente Shimon Peres: el mundo entero está en contra de Israel. Y el primer ministro, Binyamin Netanyahu, ha soltado que el mundo es “hipócrita”.

No es difícil constatar que el mundo cambia e Israel no cambia. Trata de disimular la férrea ocupación de los territorios palestinos con un discurso que pone por delante a Irán, como si este país amenazara el presente y el futuro del planeta. Ciertamente Irán no es una democracia, más bien es una teocracia, pero tampoco representa el descomunal peligro que Israel le atribuye. Si sigue por este camino Israel se sentirá cada vez más aislado, aunque esto no parece preocuparle mucho a Netanyahu y Peres, al menos mientras Estados Unidos esté ahí para sacarles las castañas del fuego cada vez que sea necesario.

¿Acaso no es el Estado de Israel la única potencia en Medio Oriente que cuenta con Armas de Destrucción Masiva, gracias a las alrededor de 400 bombas atómicas que EE.UU. le ha cedido?

Tal vez el aislamiento autista que tanto aprecian los israelíes, y sus dirigentes especialmente, sea lo que permite la continuidad del proyecto sionista. De esta manera, ve en el área que le rodea un gran peligro para su existencia. Aunque el sionismo va más lejos de cualquier otro nacionalismo: el peligro es el mundo entero, todo el mundo, no sólo los vecinos.

Por si no ha quedado claro. Israelí es una nacionalidad, judaísmo es una religión, sionismo es una ideología política, semita es quien hable algunos de los siguientes idiomas: árabe, hebreo, arameo (Iraq) o amaico (Etiopía). Todas son cosas distintas. Se puede ser judío y no sionista, o no ser judío y ser sionista. Los israelíes, los palestinos y los iraquíes son semitas.

Vana esperanza, tras la matanza de civiles llevada a cabo por las «fuerzas de Defensa» israelíes en su asalto a la llamada flotilla de la libertad. A partir de esta barbaridad, hay dos opciones. O bien la tan cacareada comunidad internacional (la UE incluida) continúa como de costumbre sin hacer nada eficaz y permite que Israel siga violando el derecho internacional; o bien reacciona e impone una paz justa, que implica el fin de la ocupación israelí y el establecimiento de un Estado palestino viable.

Sin embargo, Israel ha demostrado que solo quiere una paz con sumisión, injusta, una contradictio in natura que lleva a la guerra. Y, por supuesto, ha dado pruebas más que suficientes de que no quiere un Estado palestino viable, ni tan siquiera en el 22% del territorio de la Palestina histórica, que es a lo que ha quedado reducida la reivindicación palestina.

No solo el imperativo de hacer justicia al pueblo palestino, sino también la necesidad de lograr la paz y estabilidad en Oriente Próximo y evitar una nueva convulsión de imprevisibles consecuencias, obligan a imponer la paz. Y eso solo puede hacerlo el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, a no ser que se les quiera tachar de «iOUNtiles». Es imprescindible la cooperación de Washington, que, tradicionalmente, ha impedido con su veto el progreso hacia una paz genuina.

Por de pronto, el Gobierno israelí está nervioso porque la ONU acaba de pedir un Oriente Próximo libre de armas nucleares (que Israel no reconoce poseer) y ha exigido inspecciones internacionales de sus instalaciones nucleares. Como mundial se exige la investigación que debería llevarse a cabo en las siguientes semanas para depurar la responsabilidad por la muerte de diez ciudadanos en aguas de todos.

EEUU se niega a descartar que sea el propio Israel quien dirija la investigación, pese a los múltiples precedentes de investigaciones internas en las que el Ejército queda siempre exculpado de actuaciones similares en Gaza o Cisjordania.

Lo cierto es que Binyamin Netanyahu, que ya saboteó los acuerdos de Oslo en su anterior mandato, está ganando la partida. Al menos gana tiempo, que para Israel siempre ha sido una victoria, la de los hechos consumados.


Pero, como digo, Tel Aviv se ha quedado descolgado. Turquía ahora más que nunca (que reconoció a Israel desde su fundación en 1948 y ha sido desde entonces su único «amigo» musulmán) ha comprendido por fin la fábula del pavo.

Y más cuando se acaban de conocer los informes de los forenses que revelan que cinco de las víctimas del ataque a la flotilla recibieron disparos en la cabeza. El número dos del primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogan, ya lo ha dicho: las relaciones bilaterales van a quedar «bajo mínimos».

No sigamos pisoteando lo que no nos pertenece.

Y hagamos un inciso para recordar una significativa frase de un israelí sensible y prudente, el literato David Grossman: «Tenemos docenas de bombas atómicas, tanques y aviones. Nos enfrentamos a gentes que no poseen ninguna de estas armas. Y, sin embargo, en nuestras mentes, continuamos siendo víctimas. Esta incapacidad de percibirnos a nosotros mismos en relación a otros constituye nuestra principal debilidad».

Por Iñigo Ortiz de Guzmán




One response to this post.

  1. Posted by crlos tejeda on 21 noviembre, 2012 at 4:13 AM

    como dice en su cancion leon»solo le pido a dios que la guerra no me sea indiferente»

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